Cantar del narcotráfico

Pájaros de verano (Cristina Gallego y Ciro Guerra, 2018)

  pájaros-de-fuego-cartel-españaEstamos en el desierto de Guajira, en la península del mismo nombre. Una zona árida y seca limítrofe con el Mar Caribe que comparten Colombia y Venezuela. Allí habita el pueblo wayú que ha resistido durante siglos a colonizadores europeos primero y después a los gobiernos autóctonos tras la independencia de las antiguas colonias españolas. Un pueblo orgullosos que mantiene intacta su lengua, además de sus tradiciones, su propio sistema de justicia y su organización tribal en clanes. Aunque al inicio un rótulo nos sitúa en 1968, las primeras imágenes nos muestran un mundo anclado en el pasado o más bien, un mundo atemporal. Asistimos a una especie de rito iniciático en el que se celebra el paso de una joven a la vida adulta. Como todo ritual, la ceremonia se llena de símbolos y códigos indescifrables para un observador ajeno a esa tradición.

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  Esta primera secuencia sirve a Ciro Guerra y a Cristina Gallego (colaboradora habitual del director colombiano, ahora acreditada también en labores de dirección) para presentarnos ese mundo hermético que a lo largo del film se irá “contaminando” a través del contacto con los arijunas (nombre que los wayú dan a todos aquellos que no pertenecen a su pueblo, aquellos que pueden poner en peligro sus costumbres) provocando un contraste, una lucha más bien, entre la tradición y la modernidad desestabilizadora que acabará con la destrucción del clan protagonista (una lucha ya presente, en cierta forma, en el anterior trabajo de Ciro Guerra, El abrazo de la serpiente [2015]). La película se irá llenando de esos signos de modernidad (furgonetas, armas de fuego, avionetas, lujosas casas y muebles, dinero…) que jalonan el camino que emprende Rapayet (y con él su familia) como traficante a gran escala de marihuana.

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  Porque Pájaros de verano es también (y sobre todo) una cronología de los orígenes del narcotráfico en Colombia, una genealogía de la violencia que ha marcado el país en el último medio siglo. Una cronología que no se apoya en un documentalismo de corte histórico o en una crónica periodística sino en el mito y la leyenda. La narración se organiza como un canto épico recitado por un cantor (un juglar, un bardo, un aedo según la tradición) que abre y cierra la película. Como un relato oral y popular que estructura la leyenda mediante una serie de capítulos (llamados cantares) que retrata varios momentos temporales entre 1968 y los años 80.

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  En el film se mezcla lo etnográfico con la tragedia personal y familiar. El relato mafioso se reviste con las tradiciones locales marcadas por un espiritualismo capaz de contactar con el más allá a través de los sueños o por la interpretación de los signos de la naturaleza, lo que provoca que aflore, en ocasiones, ese realismo mágico tan propio de la cultura y la realidad latinoamericana, una realidad violenta(da) fruto del contraste/choque cultural. Como cualquier relato sobre la mafia, Pájaros de verano, es también un relato sobre la familia, sobre sus leyes internas, sobre el papel de los Padrinos (en este caso una Madrina) y los consigliere (o palabreros aquí), sobre la lealtad, el honor y la traición, sobre la ambición y la violencia desmedidas, sobre el asesinato y la venganza. En definitiva, sobre la destrucción de un ecosistema humano cuyas consecuencias llegan hasta nuestro presente en forma de metáfora representada por ese sonido de lluvia que sigue retumbando una vez finaliza el relato y los créditos finales desfilan sobre una pantalla en negro.

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