Un hombre pequeño

El autor (Manuel Martín Cuenca, 2017)

«Quien no encaja en el mundo, está cerca de encontrarse a sí mismo» (Hermann Hesse)

  el-autor-posterÁlvaro (Javier Gutiérrez) es un hombre pequeño no solo en tamaño. Pequeño como ese pingüino que aparece en las imágenes proyectadas en un teatro donde un conferenciante da una charla sobre la creación literaria a la que acude el propio Álvaro, cuyo sueño (que irá virando hacia el delirio de grandeza) es escribir una novela y convertirse en escritor. Ese pingüino abandona a sus compañeros para andar en dirección contraria, solitario, hacia las montañas que se ven al fondo. Pequeño al lado de su mujer Amanda (María León), escritora de éxito que en una gala, a la que Álvaro llega tarde, recibe un premio por su novela y a la que más tarde descubriremos acostándose con otro, rompiendo así la relación. Pequeño en su trabajo como pasante en una notaría, no solo frente a su jefe (un gigantón intimidatorio) sino también “escondido” detrás de su mesa de trabajo en un minúsculo despacho, incapaz de hacer callar a un compañero pesado y de discurso hueco, en una divertida secuencia que parece escrita y diseñada por el mejor Rafael Azcona. Pequeño ante su profesor del taller literario al que asiste (interpretado por Antonio de la Torre), que lo humilla ferozmente delante de sus compañeros, reprochándole que sus escritos no tienen alma ni voz personal, exhortándole a que viva antes de escribir, que observe lo que pasa a su alrededor, que refleje en sus textos la vida misma. Ese hombre pequeño dejará a su mujer, su trabajo en la notaría y el taller literario para encerrarse en un piso alquilado dispuesto a escribir su novela.

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  La cita de Hesse que encabeza nuestro artículo aparece escrita en la pizarra del aula del taller literario y sirve para conectar a Álvaro con el resto de personajes masculinos de la filmografía de Martín Cuenca. Hombres que arrastran una soledad profunda (como los protagonistas de La flaqueza del bolchevique [2003], La mitad de Óscar [2010] o Caníbal [2013]), apartados, en cierto modo, de la sociedad, cuyo encuentro con la vida, a través del contacto con otro(s) personaje(s), desestabilizará su frágil y triste equilibrio vital. Algo que les permitirá conocerse a sí mismos en sus debilidades y miedos para, finalmente, ser engullidos por esa vida a la que habían renunciado. Aunque se dé esta conexión entre personajes, la gran novedad es que el cineasta almeriense se aparta de sus desgarradores dramas anteriores para adentrarse en el terreno de la comedia (a partir de la novela corta de Javier Cercas titulada El móvil). Una comedia que no solo es el retrato del personaje de Álvaro sino una reflexión en torno a la creación literaria, sobre las relaciones entre la ficción y la realidad, entre la literatura y la vida, entre el escribir y el vivir.

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  La escritura literaria, tal como lo vemos dibujado en las pizarras del taller o en casa de Álvaro, enunciado en las palabras del profesor o en las del conferenciante del principio, es un entramado de fórmulas, de esquemas que ofrecen múltiples posibilidades y combinaciones (reflejado visualmente en las numerosas puertas que pueblan el film que descubren nuevos personajes, nuevos caminos argumentales), que nos hablan de la construcción de la trama, del desarrollo dramático de la acción, de las relaciones entre los personajes, de sujetos, objetos y obstáculos. Un grafismo formulario y teórico al que hay que dotar de vida, de realidad. Una página en blanco que hay que llenar (como la casa luminosa y vacía que alquila Álvaro para su tarea o como la secuencia final donde la luz y el color blanco vuelven a ser protagonistas al inaugurar una nueva etapa en su vida). Pero nuestro pequeño hombre toma una decisión arriesgada. A diferencia de la famosa obra teatral de Pirandello (Seis personajes en busca de autor), Álvaro es un autor en busca de personajes y los encontrará en los vecinos de su nueva casa (todos retratados a partir de un costumbrismo muy “literario”) a los que investiga, espía, manipula y sonsaca información para incorporarla a su creación, provocando un peligroso trasvase entre la realidad y la ficción (esa bella imagen recurrente de las sombras del matrimonio de inmigrantes al que Álvaro espía, reflejadas en la pared del patio interior del edificio como si de un teatrillo de sombras chinescas se tratara), no midiendo demasiado bien la distancia entre esos esquemas y fórmulas a los que aludíamos y una realidad incontrolable, convirtiendo la vida en una ficción a su antojo con las consecuencias que ello conlleva. Martín Cuenca acaba reflejando esa esquizofrenia creativa que lleva a su protagonista al fracaso, a la enajenación. Un hombre pequeño que en la última secuencia, como aquel pingüino del comienzo, camina en dirección contraria alejándose de unos metafóricos gigantes, convertidos en su interior, como si de Don Quijote se tratara, en nuevo material que alimente sus fantasías literarias.

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